Ahora que ya tengo tantos años y buceo en los recuerdos de mi vida, veo que
los más bonitos que tengo son de mi infancia.
Antes de los seis años son pocos y difusos. A partir de esa edad, que fue
cuando nació el más pequeño de mis tres hermanos, me acuerdo de muchas cosas.
De mi pueblo, en Extremadura, donde nací recuerdo que los inviernos eran
muy fríos. Mi padre era el primero que se levantaba y, antes de irse a trabajar
al campo, hacía la candela de leña, en el suelo, encima de la piedra de molino
que había. A su alrededor todo eran baldosas pintadas con pintura roja, y allí
no se podía hacer porque se hubiera quemado la cerámica. Hacía las migas en una
sartén muy grande. Cuando estaban listas, mi madre y todos los pequeños nos
sentábamos en sillas bajas alrededor del fuego y allí comíamos.
Lo que más me gustaba era la temporada de las matanzas. Recuerdo como los
hombres, después de matar el guarro (allí se le decía ese nombre), lo
chamuscaban con retamas encendidas y lo partían en trozos: unos para hacer
morcillas, otros para hacer chorizos, y los huesos y el tocino se ponían en
unas cajas muy grandes de madera con mucha sal y se conservaban todo el año,
para ir poniéndolos al cocido u otra comida. A mi casa, las vecinas venían para
ayudar. Traían a sus hijos. Nosotros también íbamos cuando mataban las vecinas.
Todos nos lo pasábamos muy bien.
Otra cosa que me gustaba mucho era cuando la uva empezaba a madurar a
últimos de agosto. Iba con mis padres y hermanos a la viña, y ver tantos
racimos en las parras era precioso. Para finales de septiembre, recuerdo que
iba buscando los racimos que el sol había dorado, las uvas pasas. Eran
deliciosas, una cosa exquisita.
Fui a la escuela, a las Nacionales del Cuartel. Así era como llamaban a
nuestro colegio, porque había sido el cuartel de la Guardia Civil. Después de
la guerra, construyeron otro y aquél lo arreglaron para dar clases. Tenía dos
pisos: en el de arriba estábamos las niñas y en el de abajo, los niños. Cuando
íbamos al patio, lo mismo: los niños separados de las niñas. La primera maestra
que tuve era doña Juana, gordísima y con mucho genio. Después tuve a doña
Concha, muy buena, nos enseñaba muy bien. Nos sentábamos en pupitres de madera,
con dos asientos y un tintero lleno de tinta, donde se mojaba la pluma. Según
lo que supieras, te sentabas más adelante o más atrás. Yo siempre me senté en
segunda fila con mi amiga. Doña Concha me enseñó que, para hacer la Primera
Comunión, era obligatorio ir a misa todos los domingos. Era lo primero que
preguntaba los lunes. Si no habías ido, mandaba recado a nuestros padres.
Entonces no comprendía por qué. Cuando salíamos de clase y cantábamos Cara al sol por todo el pasillo hasta
llegar a la calle, salía un maestro de su clase y nos decía: “Callaros, que
hacéis mucho ruido”.
Allí estuve hasta los 14 años, que era obligatorio. Después mi madre me
puso en un taller para aprender a coser. A mí eso no me gustaba. Me hubiera
gustado más seguir estudiando.
Rita
Estamos practicando, cómo poner comentarios. Carme.
ResponderEliminar¡Ya veo que el blog va tomando vida!
EliminarCarmen me han gutado mucho las fotos , pero no encuentro el segundo texto .Rita
ResponderEliminar¡Qué bien! Para publicar los otros textos sobre vuestra historia de vida, tendremos que esperar un par de semanas o tres a que lo tenga todo a punto.
Eliminar