No recuerdo qué número de ingreso fue, pero creo que
debía de llevar unos cuantos, porque cuando llegué a la habitación sentí una
sensación de alivio al ver que mi nueva compañera era la señora María, una
señora muy mayor y muy malita. Esto no significa que me guste que las personas
mayores estén muy enfermas, sino que, teniendo en cuenta el tiempo que
supuestamente iba a pasar allí, las señoras mayores y muy malitas son la mejor
opción como compañeras, porque no molestan y no les molestas.
Recuerdo a la señora María como una mujer delgada,
con el pelo blanco. Debía de tener casi unos noventa años y problemas de salud
relacionados con la edad, algo de la sangre. Parece ser que la sangre no le coagulaba
bien y tenía una herida en la pierna que le dolía mucho. Casi ni hablaba, ni
comía, ni se movía de la cama. Sus hijos venían cada día para darle de comer y
hacerle compañía. Tenía una hija que vivía en Portugal (me regaló un rosario de
la virgen de Fátima y siempre lo he llevado conmigo).
Sólo hay una cosa que decía la señora María: “Ay, ay,
ay...” Lo decía siempre que tenía fuerzas para hablar, pero muy flojito. Las
enfermeras, cada vez que lo decía, le contestaban:”Pues guarda para cuando no
hay”. Un día, a la hora de comer, la señora María se incorporó de la cama. Su
hija lo achacaba a una mejoría, y yo pensaba igual. Esa tarde estuvo hablando
con su hija, recordando familiares, hechos
del pasado. Era una conversación incoherente, pero estaba más habladora.
Parecía que estaba mejorando, incluso tuvo más apetito.
Esa noche me despertaron el jaleo de los enfermeros y
los gemidos de la señora María. Parecía que había empeorado y me advertía un
enfermero que la noche iba a ser larga. Nos separaba una cortina azul que
reflejaba el movimiento de los enfermeros y médicos alrededor de la cama de la
señora María. Cómo hacían mucho ruido, decidí escuchar música con los
auriculares. Además, el ruido continuo del oxigeno era muy molesto.
Fue un momento extraño. La
señora María sólo decía: “Ay, ay, ay, que me muero”. El enfermero le contestaba:
“María, esta noche no se me muere” y yo escuchaba una canción de Antonio Orozco
que decía “devuélveme la vida”... Era un momento contradictorio. La señora
María estaba agonizando y yo escuchando música, intentado evadirme... Me sentí
como si no tuviera sentimientos, porque de hecho apenas la conocía, y, en cierto modo, su
muerte no me afectaba. Era una persona desconocida para mí, pero no para su
familia, amigos, vecinos... Al cabo de unas horas, la bajaron para hacerle una
radiografía. Cuando volvió, ya estaba muerta. Luego llegaron sus hijos,
tristes, aunque ya se lo esperaban. Después marcharon. La habitación estaba en
silencio. Yo siempre había sido muy miedosa, pero no tenía miedo. Tenía ganas de ir al lavabo. Tenía que pasar
delante de su cama para ir. Me levanté y miré hacia delante, no quería mirarla.
Al final, la miré de reojo. Su cara reflejaba el sufrimiento de la agonía. Al
rato, llegaron los de la morgue. Cómo si se tratara de un saco de patatas, la
metieron dentro de una funda. Se oyó el ruido de la cremallera al cerrar, y se
la llevaron.
Era muy entrada la madrugada, el único momento que
estaría sola en la habitación. Mis sentimientos eran contradictorios: pena por
la muerte de la señora María y expectación por la llegada de una nueva
compañera. No tardaría mucho en llegar... Una nueva historia que contar...
Mariola
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